Durante décadas, el síndrome del impostor ha sido ampliamente reconocido como un obstáculo invisible en la vida de personas brillantes que, pese a sus logros, dudan de sus capacidades. Celebridades como Emma Watson, Michelle Obama o Neil Armstrong lo han reconocido públicamente. Sin embargo, en los últimos años, un fenómeno inverso ha comenzado a captar la atención de psicólogos y analistas: el llamado “impostor sin síndrome”, una figura igual de común, pero mucho más peligrosa.
Este fenómeno no tiene aún un nombre oficial, pero su presencia es evidente en los ámbitos político, empresarial y social. Se trata de personas con poca o nula competencia real, pero con una autoconfianza inquebrantable, capaces de escalar puestos de poder o reconocimiento sin cuestionar nunca su propio desempeño. A diferencia de quienes sufren el síndrome del impostor y minimizan sus logros, el impostor sin síndrome se asume merecedor de todo, sin importar que la realidad contradiga su percepción.
Entre el ego inflado y la ignorancia
El psicólogo Tomás Chamorro-Premuzic, autor de ¿Por qué tantos hombres incompetentes se convierten en líderes?, destaca que este fenómeno no es nuevo, pero sí ha sido ampliamente ignorado. Sus investigaciones revelan que más del 70% de las personas se consideran mejores líderes que el promedio, algo estadísticamente imposible. Esta sobrevaloración personal es celebrada e incluso premiada en contextos donde la imagen importa más que la sustancia.
En este marco entra el efecto Dunning-Kruger, un sesgo cognitivo identificado en 1999 por los psicólogos David Dunning y Justin Kruger. Este efecto describe cómo las personas con menos conocimientos tienden a sobreestimar su habilidad, mientras que las más competentes suelen subestimarse. El problema no es la confianza en sí, advierte Chamorro-Premuzic, sino que “hemos creado entornos donde esta sobrevaloración no solo no se corrige, sino que se recompensa sistemáticamente”.
Esto genera consecuencias reales en las organizaciones: empleados capaces pero autocríticos se ven opacados por colegas menos preparados pero más seguros de sí mismos. Como explica la psicóloga Adriana Royo, esto produce una “distorsión organizacional” que puede frenar el desarrollo del talento auténtico.
De las redes sociales al poder
La sociedad actual parece favorecer al impostor sin síndrome. En un mundo dominado por redes como TikTok y X (antes Twitter), basta con proyectar seguridad para ser tomado en serio. La reflexión profunda o el conocimiento técnico suelen quedar relegados frente al carisma o a la capacidad de sintetizar frases impactantes en 280 caracteres.
La falta de formación en filosofía, ética o pensamiento crítico en los sistemas educativos ha dejado generaciones técnicamente hábiles pero analfabetas en autoconocimiento, afirman los expertos. Esto propicia un entorno en el que cualquiera puede convertirse en “experto”, con o sin sustento real.
El caso de Marilyn Cote, abogada que se hizo pasar por psiquiatra sin ningún título médico, ilustra esta problemática. Durante años recetó medicamentos, diagnosticó trastornos mentales y vendió supuestas vacunas milagrosas por miles de pesos. Todo, con el respaldo de su propia convicción y el desconocimiento de quienes confiaban en ella.
Otro ejemplo es el de Elizabeth Holmes, fundadora de la empresa Theranos, que prometía revolucionar los análisis clínicos con una tecnología nunca probada. Su seguridad y carisma bastaron para seducir a inversionistas y políticos de alto perfil, hasta que la burbuja estalló y fue condenada por fraude.
Un liderazgo basado en apariencia
Estos casos revelan una tendencia preocupante: confundir seguridad con competencia, y carisma con liderazgo. En un entorno cada vez más visual y superficial, las habilidades técnicas o el pensamiento crítico parecen ceder ante quienes saben cómo “venderse”. Esto no solo pone en riesgo la eficiencia de instituciones, sino también la integridad de las decisiones que afectan a miles de personas.
Para revertir esta tendencia, especialistas proponen fomentar la autocrítica, la humildad intelectual y la formación ética desde etapas tempranas. También, replantear cómo evaluamos el liderazgo: no por la elocuencia o el aplomo, sino por la evidencia del impacto y el conocimiento real.
El “impostor sin síndrome” no es solo una anécdota viral o una figura de memes; es un síntoma de una cultura que premia más la apariencia que la preparación, y que necesita urgentemente mirar hacia dentro para recuperar el valor de la autenticidad.